10 Abr Comentario al Evangelio del Domingo II de Pascua: «Señor mío y Dios mío»
En el evangelio de este domingo nos encontramos con dos apariciones de Jesús. En la primera no está Tomás y los apóstoles son incapaces por su testimonio de hacerle creer que verdaderamente Cristo había resucitado. A veces nuestro testimonio también es muy pobre y poco convincente. Quizá por eso haya pocos que se convierten a nuestro alrededor. En torno al testigo del Señor siempre crece la vida de fe. Esto es muy patente en la vida de los santos. Allí donde hay un testigo que pone de manifiesto la alegría y el modo de vivir propio del cristiano que se ha encontrado con Cristo resucitado crece la vida porque Él vive y Él es la Resurrección y la Vida.
Tomás tiene que ver para creer. Quiere ver las llagas de la Pasión, certificar que el Resucitado es también el Crucificado. Las marcas de la Pasión en el Resucitado nos indican que la Resurrección no borra la vida ni las heridas de nuestra vida sino que las transfigura convirtiéndolas en signo de la gloria de Dios que no sólo es capaz de sanar las heridas sino que además las convierte en fuente de la gracia. Cuando asociamos nuestras heridas y nuestros sufrimientos a la Pasión de Jesús, la gracia se encarga de hacerlos redentores. La resurrección de Cristo se anticipa ahí misteriosamente haciendo llevaderos nuestros sufrimientos. El yugo se hace ligero.
Las marcas de la Pasión son signo para creer pero también lugar de refugio del creyente que como Tomás, en la fe puede tocarlas y meter la mano en el costado de Cristo que abiertamente muestra hora su corazón latiendo de amor ardiente por nosotros.
Por eso Tomás cae rendido ante tanto amor y profesa con sus labios la primera confesión de fe, sencilla pero expresión de lo que supone creer en Jesucristo muerto y Resucitado: «Señor mío y Dios mío». Tomás reconoce la fuerza de Dios y por eso lo hace Señor suyo y Dios suyo, es decir, deja en sus manos las riendas de su vida. Nosotros también estamos invitados a caer de rodillas ante el misterio de amor que supone la Resurrección y exclamar de corazón «Señor mío y Dios mío», haciendo de verdad a Cristo auténtico Señor de nuestras vidas, poniendo las riendas de éstas en sus Manos, manos que nos han modelado, que nos han dado la vida, que nos han ido formando y que ahora también manifiestan que Dios en Jesucristo, hombre verdadero, ha sufrido por nosotros.