19 May Comentario del Evangelio de Pentecostés: «Recibid el Espíritu Santo»
Con la solemnidad de Pentecostés cerramos los cincuenta días del tiempo de Pascua. En ella celebramos el misterio del envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia. Jesús resucitado ha subido al cielo y se ha sentado a la derecha del Padre para reinar con Él. Pero se ha ido, no para abandonarnos a nuestra suerte, sino para estar con nosotros, como dirá en el final del evangelio según San Mateo, “todos los días hasta el fin del mundo”. Y su presencia es posible gracias al envío del don del Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia.
Es el Espíritu Santo quien dirige y guía a la Iglesia en su peregrinar por este mundo hasta alcanzar la Jerusalén celeste, del mismo modo que la columna de fuego guiaba a Israel por su travesía en el desierto rumbo a la tierra prometida. Es el Espíritu quien custodia a los hijos de adopción y aquel que permite la presencia de Cristo resucitado en medio de su pueblo cumpliendo así la promesa hecha antes de marcharse.
Y este don, el don del Espíritu, es fruto del amor del Padre y el Hijo por los hombres. Por eso, en el evangelio que se proclama en la misa del día durante este ciclo B escucharemos que, antes de “exhalar” el Espíritu sobre los apóstoles, el Resucitado expresa el Amor que nos ha tenido, que es idéntico al amor que se tienen el Padre y el Hijo. Ese Amor es el Espíritu Santo mismo. Y se pone de manifiesto en las señales de la pasión: las llagas de sus manos y de su costado. Hablar del don del Espíritu es hablar el amor de Dios derramado según nuestra medida sobre sus fieles. Un amor que no tiene límites como certifican las llagas del Resucitado.
Ese amor incondicional derramado por Cristo es también quien otorga la paz. La paz es la certeza en el corazón de saberse así amados, una certeza que es dada por el mismo Espíritu. La paz de Dios es distinta de la paz del mundo. Es una convicción profunda del corazón, una gracia duradera que ayuda al cristiano a afrontar su propia vida venga lo que venga. No es la ausencia de problemas ni de dificultades sino aquel don que hace al cristiano capaz de afrontar con serenidad y con esperanza las adversidades, que transfigura la cruz propia en un adelanto de la gloria.
El Espíritu es aquel que hace posible toda la vida de la Iglesia. Es el que obra en los sacramentos, aquel que guía a la Iglesia a pesar de sus miembros pecadores, el que le confiere la santidad con independencia de los pecados de sus miembros. Es el que facilita la presencia viva de Cristo resucitado en medio de su pueblo, el que conecta a la Cabeza con su Cuerpo. Es el que construye la comunión, el cemento que unifica las piedras del sublime edificio que forma la Iglesia… Por eso la Iglesia tiene potestad para atar y desatar en la tierra produciéndose el mismo efecto en el cielo. No es una potestad que la Iglesia pueda ejercer a capricho sino que sólo puede ejercerla en cuanto que está en sintonía con el Espíritu. Pues en el fondo estar en comunión unos con otros es la consecuencia de estar en comunión con el Espíritu que a su vez permite la comunión con el Padre y con el Hijo.
Y es también quien nos capacita para la misión. Por eso, Jesús envía a sus discípulos a ejercer la misión que el Padre también le ha encomendado a Él. Una misión que sólo es posible llevar a cabo gracias a la recepción del Espíritu, don del Padre y del Hijo. La misión de la Iglesia es por tanto la misión del Hijo, de Jesucristo, seguir avanzando en la construcción del reino de los cielos y anunciando la salvación ya realizada en el Misterio Pascual.
A título particular, el Espíritu habita en nosotros, siendo nuestros cuerpos templos suyos. El Espíritu unge nuestra carne desde el día de nuestro bautizo y facilita la misma vida divina en nosotros. Es aquel que nos permite entrar en sintonía con el Padre y con el Hijo, el que habla en nuestra conciencia iluminándola para el discernimiento, quien sopla en el corazón alentando nuestra voluntad, y adorna la carne del creyente con sus dones. Es el dador de la vida y de la gracia en cada uno de nosotros. Por eso estamos llamados a escuchar al Espíritu para que nuestro espíritu sintonice con Él. Porque en manos del Espíritu llegaremos a buen puerto. Y Él anticipará como prenda la misma vida divina, la vida eterna, que gozaremos en plenitud cuando Él mismo también saque de nuestros sepulcros nuestros restos que viene custodiando desde el día de nuestra muerte y de ellos reconstruya en la resurrección final nuestros cuerpos haciéndolos incorruptibles y plenos de gloria.